viernes, 17 de octubre de 2014

Después del ensayo (Consueta) - Doblefaz

Por: Ana Mantilla

Uno de los rituales del actor reside en el arte del maquillaje. El actor se lava la cara, se la seca e inicia la aplicación de una base que no necesariamente es líquida; como el “amor líquido” de las sociedades contemporáneas. Hace un juego con las sombras: opacos, vivos, secos, encendidos van forjando una realidad que se esparce en párpados y cienes. Se delinean los ojos con negro-negro para hundirse en pasos de silencio, en corazones de memoria; es entonces cuando el personaje empieza a poseer al actor. Y es que pareciera que el actor se fuese muriendo a pedacitos, a retazos. Se forma el antifaz que cubre los cuentos de los ojos y derrite las lágrimas en colores.

Se resalta los pómulos con un poco de rubor para ocultar las huellas de esas gotitas minúsculas que va acumulando el recuerdo. Sobre los labios un poco de carmín va instaurando la inexistente sonrisa. Y ¡Garrid! Salta al escenario. Una pulsión que le convierte en fénix para deshacerse y rearmarse en un suspiro, en un libreto, en escena.

El público ovaciona, cae el telón y el actor se retira a su camerino. Fuma un pielroja y se atraganta con un poco de vino tinto. La realidad le atropella. Su realidad. Esa que además de ser atropellada por el Estado, le arranca con cada sorbo de café: un olvido.

El actor se mira al espejo con resignación, ríe socarronamente; toma entre sus dedos un poco de algodón untado con aceite de almendras; raídamente se corre el maquillaje, colores mezclados van dibujando una boca sin sonrisa, unos ojos sin mirada, una cara sin rostro.

Se levanta de su cómoda silla. Se da vuelta hacia el interruptor. Oscuro.

lunes, 13 de octubre de 2014

Desde la letrina - La raza superior...

Por: Juan Pablo Ramírez Idrobo*

Fíjese que me gusta la idea de que la gente que anda en bicicleta deba hacer un curso de conducción y sacar el pase. Si bien, este cómodo y ecológico medio de transporte saca de apuros a más de uno y es un magnífico ejercicio, también es notoria la ignorancia de muchos ciclistas urbanos, al menos en Popayán, de las normas de tránsito y las sanas costumbres de conducción para no ocasionar accidentes y no verse como víctimas de ellos.

Hay un elemento que entra en juego aquí y es el tufillo de superioridad moral que posee a quienes andan en sus dos ruedas y los lleva a pasearse con la cómica certeza de que son mejores personas que los demás. Esta tendencia es cada vez más común en quienes practican alguna cuestión ecológica: pesa más el alarde que pueden hacer de sus acciones, que los actos en sí mismos. Esto, puede ser en parte causa de que suban su cicla al andén (muchos me dirán que es porque hay muchos carros y deben subirse para salvaguardad su integridad y yo les digo que no hay tal), no conserven el lado derecho de la vía (que les corresponde por norma) y se atraviesen como culebras a lo largo y a lo ancho. La cultura ciudadana en la calle debe cultivarse y los choferes de bus o automóvil son tan responsables de lo que pueda suceder a la hora de manejar como los ciclistas que, últimamente, se creen seres de luz, inmortales y escogidos por la divinidad para repoblar el planeta.

Ojalá tuvieran que aprender a manejar bien; a usar su casco protector, rodilleras y demás equipo. Ojalá se los obligara con dureza a adecuar sus vehículos con las luces y espejos reglamentarios para poderlos ver y que puedan operar las bicicletas sin ser un riesgo para ellos o para los demás. Aunque lo más probable es que el malo de todo este asunto sea quien escribe estas líneas. Porque andan en bicicleta y son más que yo, mejores seres humanos, la última chupada del mango, la vaca que más...


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*Juan Pablo Ramírez Idrobo, nació de milagro en Popayán una noche de miércoles en 1979. Comunicador Social por descarte, es socialista de nacimiento y tartamudo de vocación. Como buen hijo de enfermera, le teme a las inyecciones.