viernes, 17 de octubre de 2014

Después del ensayo (Consueta) - Doblefaz

Por: Ana Mantilla

Uno de los rituales del actor reside en el arte del maquillaje. El actor se lava la cara, se la seca e inicia la aplicación de una base que no necesariamente es líquida; como el “amor líquido” de las sociedades contemporáneas. Hace un juego con las sombras: opacos, vivos, secos, encendidos van forjando una realidad que se esparce en párpados y cienes. Se delinean los ojos con negro-negro para hundirse en pasos de silencio, en corazones de memoria; es entonces cuando el personaje empieza a poseer al actor. Y es que pareciera que el actor se fuese muriendo a pedacitos, a retazos. Se forma el antifaz que cubre los cuentos de los ojos y derrite las lágrimas en colores.

Se resalta los pómulos con un poco de rubor para ocultar las huellas de esas gotitas minúsculas que va acumulando el recuerdo. Sobre los labios un poco de carmín va instaurando la inexistente sonrisa. Y ¡Garrid! Salta al escenario. Una pulsión que le convierte en fénix para deshacerse y rearmarse en un suspiro, en un libreto, en escena.

El público ovaciona, cae el telón y el actor se retira a su camerino. Fuma un pielroja y se atraganta con un poco de vino tinto. La realidad le atropella. Su realidad. Esa que además de ser atropellada por el Estado, le arranca con cada sorbo de café: un olvido.

El actor se mira al espejo con resignación, ríe socarronamente; toma entre sus dedos un poco de algodón untado con aceite de almendras; raídamente se corre el maquillaje, colores mezclados van dibujando una boca sin sonrisa, unos ojos sin mirada, una cara sin rostro.

Se levanta de su cómoda silla. Se da vuelta hacia el interruptor. Oscuro.

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