Por: Juan Pablo Ramírez
Idrobo*
Mi juventud solitaria fue
el crisol de todo lo que ahora poseo, de los inconmensurables tesoros que
reposan en la biblioteca. No tuve el molesto obstáculo de las relaciones
amorosas, así que utilicé el tiempo en adorar mujeres imaginarias y viajar al
centro mismo del planeta. Aún hoy, cuando disfruto del cariño de mucha gente,
siento la interrupción de mis horas de lectura como una grave afrenta a la intimidad,
arduamente conquistada. Me ven desaparecer, semanas enteras, tras las solapas
de un libro. Me hablan y no devuelvo el saludo porque ese que ven allí, en la
mesa del bar, no soy yo entero: es sólo mi cuerpo enjuto. Mi alma y corazón
están en otro lado y, créanme, mucho más agradable que esta realidad
despiadada.
De
niño tuve un caballo que se llamaba Chaleco. Era la luz de mis días y vivía
como Incitato, el caballo cónsul de Calígula. Le daba de comer, lo sacaba al
potrero para que corriera y nunca lo monté. Un día, hizo una tempestad horrible
y un rayo partió, frente a mis ojos, al jamelgo de mi corazón. No necesitaba
riendas para venir al galope cuando yo lo llamaba. Imaginaba que era un caballo
alado, tal vez Pegaso, como los que papá contaba que había visto alguna vez.
Esperé el momento para verlo desplegar sus alas e irnos juntos a dar una vuelta
por el cielo de Popayán. Esta, la muerte de Chaleco, fue mi primera fractura en
el alma. Justo ese día empecé a leer de corrido y por mí mismo.
El
primer libro fue Platero y yo. Lo
recuerdo más porque los primeros amores dejan huella indeleble. Ahora que lo
pienso, la triste historia del burrito con ojos de azabache era muy cercana a
mi vida con Chaleco. No sería descabellado pensar en mi temprano amor por los
libros y los equinos.
Pero
no soy tan justo al declararme solitario guerrero de la vida. Por aquel
entonces, yo era hermano mayor en propiedad. Entra a escena Lucía quien, como
su nombre lo indica, fue, es y será una lucecita amorosa en el camino de los
que nos empecinamos en consagrarnos a la tristeza. Compinche de juegos, de
lecturas y de aquellas primeras versiones teatrales del Zorro y el Doctor
Mortis, que presentábamos frente a las tías.
Durante
un tiempo estuve casi seguro de que Chaleco había reencarnado en los ojos verdes
de mi hermana; en su aterradora aracnofobia y en la infinita paciencia para
escuchar y comprender mi torpe hablar. Luego supe que no era así: simplemente
la niña ya venía con alma propia.
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*Juan Pablo Ramírez Idrobo, nació de milagro en Popayán una noche de miércoles en 1979. Comunicador Social por descarte, es socialista de nacimiento y tartamudo de vocación. Como buen hijo de enfermera, le teme a las inyecciones.