viernes, 20 de junio de 2014

La letrina - Qué bonito

Por: Juan Pablo Ramírez Idrobo*

Qué bonito ver a la selección colombiana de fútbol ganar dos partidos en línea en la fase de grupos del mundial. Lo que pasa ahora es fruto del trabajo juicioso del profe Pékerman, a quien aplaudo agradecido, y de la plantilla de jugadores serios, profesionales y sedientos de gloria. Qué tal James Rodríguez y sus dos goles en lo que va del torneo. Qué tal Arias y Mejía, entrando al final para ponerle la cereza a la torta de estas dos victorias.

Pékerman y sus muchachos han contagiado a Colombia de una inmensa alegría. Han provocado manifestaciones de júbilo nacional que a veces se salen de proporciones, pero sin alcanzar a borrar de los rostros de millones de colombianos, esa sonrisa de felicidad, como después de un orgasmo monumental. Gana Colombia un cotejo futbolístico y encontramos la excusa perfecta para sentirnos orgullosos de nuestra tierra. Haciendo a un lado las riñas, a las que siempre llevará el consumo de alcohol, salimos a las calles en un solo abrazo para hermanarnos con los otros hijos de esta patria grande, gloriosa e inmortal.

Este fenómeno de masas se puede entender desde varias aristas. Sin embargo, es curioso ver cómo el ánimo popular, la efervescencia y el calor de la gente se ven exacerbados cuando el equipo de fútbol comete alguna proeza. 

Es sano recordar que la selección es un equipo privado (propiedad de la Federación Colombiana de Fútbol), que está participando en un torneo, también privado, como es el mundial de la FIFA. Es paradójico que el pueblo unido apoye sin condiciones a este grupo de deportistas en un país donde, desde la iniciativa pública, es muy poco lo que se invierte en aspectos que desarrollan el espíritu humano (deportes, arte, educación, salud...). Es, justamente, la iniciativa privada la que mueve a los equipos nacionales y a la selección. Esto no es necesariamente malo, pero sí es un síntoma de lo ciegos que estamos.

Otra cosa es que el fútbol despierta pasiones, a pesar de que son once individuos los que juegan y ganan. Nosotros estamos acá, en el estadio o frente al televisor, sin jugar un solo minuto. No creo mucho en eso del jugador número 12 (posición que se le adjudica al público y su apoyo). Si por eso fuera, Colombia nunca hubiese podido golear a Argentina, 5-0 en el 94, con un estadio Monumental lleno de gauchos y mala vibra. Nosotros, como espectadores, no somos necesarios para la victoria. Para lo que sí somos indispensables es para comprar las camisetas y los pitos; afiliarnos a compañías de televisión por satélite y comprar costosos aparatos proyectores de muchas pulgadas; pagar los viajes y boletas para entrar a los estadios; para anestesiar, con nuestro frenesí, las duras condiciones de vida de este país.

La victoria de Colombia ante Grecia cayó de perlas como abrebocas de la jornada electoral donde se reeligió a Juan Manuel Santos. Las caravanas tricolor del sábado y los talcos, serpentinas y aguardiente, no salieron el domingo a legitimar el cochino sistema electoral que tenemos. La mitad de los colombianos se abstuvo de votar, pero no se contuvo de echar la casa por la ventana con cada gol de la selección. Y entre los abstencionistas (me incluyo), ningún asomo de organización para transformar, así sea por la vía de la fuerza, esta democracia tramposa. Aquí la gente no vota es por pura y física pereza.

Y mientras la selección siga ganando, más largas le daremos a enojarnos con el gobierno por pendejaditas como la salud, la educación y el desempleo, sin ir más lejos. Porque esas sí son peleas difíciles y a muerte. Con un triunfo de James, Teo y compañía, ganamos inolvidables momentos de alegría y nada más (la plata y el prestigio es para ellos; los jugadores y la federación), pero con el triunfo de un pueblo unido alrededor de las causas justas, se me hace que ganaríamos de verdad y mucho más.

Pero no va a ocurrir porque estamos en pleno mundial y ya no faltan sino cuatro años para el próximo. Además, andamos requeteconvencidos de que con Santos ganó la paz y, qué va, pura mierda.

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*Juan Pablo Ramírez Idrobo, nació de milagro en Popayán una noche de miércoles en 1979. Comunicador Social por descarte, es socialista de nacimiento y tartamudo de vocación. Como buen hijo de enfermera, le teme a las inyecciones.